jueves, 28 de julio de 2016

Se oyen ruidos de cadenas

Sentía el dolor de las cadenas rasgando sus muñecas mientras observaba fijamente el único rescoldo de luz que alumbraba la pequeña celda en la que se encontraba. Esa luz le recordaba todo lo que había dejado atrás y le recordaba el poder de la esperanza por pequeña que esta fuera. Apenas le quedaba, aunque seguía soñando con su vida futura viviendo en una pequeña casita cerca de un lago. Eso había acordado con Daniel; recordaba de memoria la carta que este le había escrito por su cumpleaños: "y viviremos en un lago, igualito al que dibujabas en tu diario siendo niña, y nos alejaremos de esta sociedad, porque nos merecemos ser felices después de todo". Podía recordar la carta, pero había olvidado su voz, su rostro, el calor de sus abrazos, el tacto de sus manos... pero no iba a dejar que su mente borrara esa carta, ni los ojos llenos de alegría y esperanza que la observaban mientras leía. Creía haberse olvidado de lo que era sentir. El único sentimiento que albergaba era la soledad. Esas cuatro paredes frías, sin sentimiento, sin protección, la hacían morir poco a poco. Como si arrancaron uno a uno sus recuerdos, sus alegrías, sus locuras, como su hubieran vaciado su corazón para llenarlo de dolor.

El olor y el sonido de la lluvia la alertaron, abandonando ese estado de reposo en el que llevaba viviendo desde hacía semanas, meses, años... No podía recordar cuando empezó todo.Pero el olor del agua sobre la tierra le recordó a su infancia, cuando corría junto a su hermano por el bosque, disfrutando de las maravillas de la naturaleza. Lo echaba de menos, la sensación de libertad, la armonía con la tierra, y por supuesto a su hermano, del que ya había olvidado hasta el nombre.

Retumbaron dos golpes en la puerta de la celda, una mano se asomó y le lanzó la comida. Más de la mitad acabó en el suelo, como de costumbre, por lo que solía tener ratas de compañeras de celda. La habían mordido en un par de ocasiones y estaba casi segura de que no tardaría en morir. Sabía que las ratas transmiten enfermedades, apenas comía y el suelo de su celda estaba cubierto de excrementos de rata mezclados con los suyos propios y restos de sangre de antiguas heridas.

Las torturas eran constantes y no podría aguantar mucho más tiempo. Tenía frío y miedo. Sobre todo miedo. A pesar de no saber el tiempo que llevaba cautiva, seguía teniendo miedo a no volver con los suyos; nunca es fácil asumir que no tienes más vida por delante; miedo a las constantes heridas que salían en su cuerpo debido a las torturas o a sus compañeras las ratas; miedo a morir sin haber cambiado el mundo como deseaba.

Y es que desde siempre había necesitado creer que esto no era definitivo, que el mundo podía cambiar y ella había nacido para convertir en realidad esa creencia. Pero ahora no tenía nada, había dejado de ser la persona que solía ser.

Echaba de menos observar volar  los pájaros, escalar a los árboles, bañarse en el río y contar historias junto al fuego. Siempre había sido feliz y ahora las lágrimas no dejaban de brotar de sus ojos. Se había convertido en un fantasma para el mundo. Nadie podía verla, ni escucharla y no estaba segura de que hubiera alguien en el mundo que quisiera recordarla. Ni siquiera Dani, al que había causado tanto dolor. Se habría rendido, habría dejado de buscarla y habría rehecho su vida. Y no podía culparle por ello, tenía que seguir adelante e intentar ser feliz. Empezó a perder la consciencia, sentía el final cerca y daba gracias por poder acabar con todo ese dolor. Se le nubló la vista... y entonces alguien abrió la puerta bruscamente.

-¡Díone!-gritó.

Sus ojos la miraron y sus manos le dieron el calor que necesitaba. Y recobró la espereranza mientras su cuerpo se desvanecía.

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