jueves, 28 de julio de 2016

Nada.

Desde la celda apenas se atisbaba algo de luz natural. Sólo un rayo era perceptible a la vista. Un rayo que llevaba horas mirando, pues gracias a un cristal que había en el suelo de la celda se convertía en un pequeño arcoíris. Tenía que disfrutar de las pocas cosas bellas que le presentaba la vida.

Aún no había sido juzgada. Conocía a personas que por los mismos cargos habían pasado unos veinte años allí. Casi prefería morirse allí directamente. No podía asumir como sería salir al mundo real después de veinte años en los que se intercalarían palizas, aislamientos, hambre...Cómo podría retomar su vida si llegaba a salir. Su mente no concebía esos pensamientos.

Oyó un timbre. Era la hora de asearse. Cogió el pequeño neceser rosa que conservaba de la primera y última visita de su madre, y con la mirada perdida se dirigió por el pasillo hacia el aseo. No hablaba con nadie, salvo con Atalanta, su compañera. Según tenía entendido las juzgarían a ambas en el mismo jucio. Pero no podía soporta tantos años encerradas allí juntas sin poder acercarse, tocarse, mirarse, besarse...Se volverían locas allí dentro.

De repente una funcionaria nos cogió a ambas; dijo que era la hora del juicio. Las presas como locas se abalanzaron contra nuestros neceseres y Atalanta furiosa reaccionó tirándose contra todas ellas. Yo conseguí separarlas y decidí no soltar nunca más ese neceser que era el único recuerdo que tenía de mi familia.

Por alguna extraña razón el juicio fue muy rápido y no nos comunicaron la sentencia. De vuelta el director de la prisión nos dijo que recogiéramos nuestras cosas. De nuevo el resto de presas intentó quitarnos nuestra ropa, nuestros colchones...Y esta vez no me contuve. No iba a permitir que esa gentuza me quitara lo poco que me quedaba.

Nos subieron a una furgoneta. Atalanta me dijo con una sonrisa que nos trasladarían a otra cárcel, que era algo normal que se veía a menudo. La admiraba. Admiraba su capacidad de fingir que no tenía miedo, de pretender que la gente a su alrededor se sintiera segura. Como yo lo hacía. Le agarré la mano y temblaba, pero según fue pasando el tiempo de viaje se tranquilizó. Íbamos cómodas en silencio. Aunque nuestros futuro era muy incierto.

La furgoneta paró y por fin levanté la vista. No estábamos en una cárcel. Había tres paredes estrechas entre las que la furgoneta prácticamente no cabía. Acababa de comprender que era un viaje sin retorno. La pared del fondo estaba manchada de sangre. Quise correr, estaba histérica. Iba a morir. Nunca lo había pensado. En quién pensaría antes de morir. Grité y el guardia me abofeteó. Atalanta me agarró de la mano y sonrió. Pensaría en ella y en lo que hicimos. El miedo se apoderó de mí por completo. Levantaron sus fusiles y yo empecé a llorar. Atalanta me agarró con más energía y susurró "sé fuerte". Un disparo, el suelo, la sangre y luego nada...

"Hay muchas formas de volar, pero no todas son buenas..."

La risa de una niña la despertó. Había perdido la noción del tiempo, llevaba demasiado tiempo durmiendo. Se puso unas zapatillas y lentamente se acercó hacia el lugar de donde creía que provenía la risa. Estaba asustada, aunque el miedo era un estado permanente en ella desde hacia tiempo y se había acostumbrado a ello.

De repente la vio por la ventana. Estaba en su jardín columpiándose. Vestía ropa muy oscura para tener unos diez años, por eso sus largas trenzas pelirrojas y sus pecas distribuidas por su rostro destacaban en el conjunto. Lo más curioso es que no dejaba de sonreír a pesar de ser de noche y estar perdida en una casa ajena.

Abrió la puerta para poder preguntarle que hacía allí, pero ella pareció asustarse al verla y dejó de columpiarse. Se acercó aún más a ella, y por suerte no salió corriendo. Tenía los ojos de un color azul apagado, casi idénticos a los suyos.

-Hola pequeña, ¿te has perdido?

Pero la niña se limitó a mirarla fijamente, como si de un examen se tratara y la cogió la mano. Le preguntó su nombre, pero su respuesta la sorprendió:

-Deberías conocer mi nombre. A no ser que te hayas olvidado de mí.

Durante unos segundos se quedó en blanco y sin entender cómo, estaba caminando de la mano junto a esa extraña niña que había aparecido en su casa.

Caminaron todo recto unos minutos y la invitó a entrar en una casa muy similar a la suya. Pero no podía ser la suya, caminando la habían dejado atrás, o eso le decía la parte lógica de su cerebro. Aunque a estas alturas, lo que estaba pasando era tan ilógico que no podía fiarse de lo que su cerebro había deducido.
La niña abrió la puerta, y como si de una ilusión se tratase, otra niña, idéntica a la que aún le agarraba la mano, apareció correteando por las escaleras. Bajó a toda prisa ignorándolas por completo, y corrió a abrazar al que parecía su padre.

-¡Papá! He decidido que quiero ser piloto como tú.

-Cariño, aún eres pequeña para saber que quieres ser de mayor. Hoy quieres ser piloto y mañana qerrás ser cantante como mamá.

-Pero yo quiero volar.

-Hay muchas formas de volar, pero no todas son buenas.

-Seré mejor piloto que tú y estarás orgulloso de mí.

No podía creer lo que acababa de ver. Era ella con diez años. Tenía pocos recuerdos de esa época, pero esa conversación le había abierto los ojos. Llevaba tantos años tiñéndose el pelo de negro que no recordaba que originalmente era pelirrojo, como el de su padre, y que su madre se lo recogía a diario en dos grandes trenzas. Hacía todo lo posible por borrar con maquillaje las pecas de su rostro, pero sabía que ahí estaban, y sabía que el amor por la ropa oscura llevaba toda la vida junto a ella. Pero la niña sonreía y ella no.

La imagen de su yo de diez años junto a su padre desapareció, y en su lugar habló la niña que la había guiado hasta allí.

-Sé que ahora te haces llamar Gabi, pero te llamas Gabrielle, como mamá. No sé lo que pasó después del día que acabamos de ver juntas, pero yo no quiero convertirme en ti. Estás perdida. No eres como soñaba que sería en el futuro y no quiero acabar como tú. Me has decepcionado Gabrielle.

Mientras la pequeña Gabrielle hablaba , se iba alejando. Y ella corría para poder preguntarle, pero todo a su alrededor se volvió oscuro y despertó. Todo lo había soñado. Pero gracias a ese sueño tan perturbador, había recordado una frase que le dijo su padre antes de morir: "Hay muchas formas de volar, pero no todas son buenas". Se levantó todo lo rápido que su cuerpo le permitía, se recogió el pelo en dos trenzas y salió a la calle sin maquillarse.

-Hola Gabi.

-Llámame Gabrielle a partir de ahora.

-Estás jodidamente rara nena, y quítate esas trenzas. Pareces una cría. Anda, tómate tu dosis. Lo mismo el mono te está afectando a la cabeza.

-Rubén paso de esta mierda. He tenido un sueño muy raro, pero me ha cambiado. Voy a dejar esa mierda, me hace volar pero no como soñaba. Quiero ser piloto.

-¿Qué coño dices tía? Estás fatal, se te ha ido la olla. ¿Piloto? ¿En serio?

-Sí tío, quiero volar, es lo que soñaba de niña.

-Lárgate de aquí antes de que te oiga el resto. Estás loca.

-Lo sé, pero varias personas van a estar orgullosas de mí.

Siguió andando ignorando la opiniones de Rubén. Algo en ella estaba cambiando, y había sido gracias a ella misma. Empezó a sonreír como llevaba años sin hacer, y en la puerta de la academia de pilotos creyó ver por última vez a la niña pelirroja de trenzas sonriendo orgullosa.

Se oyen ruidos de cadenas

Sentía el dolor de las cadenas rasgando sus muñecas mientras observaba fijamente el único rescoldo de luz que alumbraba la pequeña celda en la que se encontraba. Esa luz le recordaba todo lo que había dejado atrás y le recordaba el poder de la esperanza por pequeña que esta fuera. Apenas le quedaba, aunque seguía soñando con su vida futura viviendo en una pequeña casita cerca de un lago. Eso había acordado con Daniel; recordaba de memoria la carta que este le había escrito por su cumpleaños: "y viviremos en un lago, igualito al que dibujabas en tu diario siendo niña, y nos alejaremos de esta sociedad, porque nos merecemos ser felices después de todo". Podía recordar la carta, pero había olvidado su voz, su rostro, el calor de sus abrazos, el tacto de sus manos... pero no iba a dejar que su mente borrara esa carta, ni los ojos llenos de alegría y esperanza que la observaban mientras leía. Creía haberse olvidado de lo que era sentir. El único sentimiento que albergaba era la soledad. Esas cuatro paredes frías, sin sentimiento, sin protección, la hacían morir poco a poco. Como si arrancaron uno a uno sus recuerdos, sus alegrías, sus locuras, como su hubieran vaciado su corazón para llenarlo de dolor.

El olor y el sonido de la lluvia la alertaron, abandonando ese estado de reposo en el que llevaba viviendo desde hacía semanas, meses, años... No podía recordar cuando empezó todo.Pero el olor del agua sobre la tierra le recordó a su infancia, cuando corría junto a su hermano por el bosque, disfrutando de las maravillas de la naturaleza. Lo echaba de menos, la sensación de libertad, la armonía con la tierra, y por supuesto a su hermano, del que ya había olvidado hasta el nombre.

Retumbaron dos golpes en la puerta de la celda, una mano se asomó y le lanzó la comida. Más de la mitad acabó en el suelo, como de costumbre, por lo que solía tener ratas de compañeras de celda. La habían mordido en un par de ocasiones y estaba casi segura de que no tardaría en morir. Sabía que las ratas transmiten enfermedades, apenas comía y el suelo de su celda estaba cubierto de excrementos de rata mezclados con los suyos propios y restos de sangre de antiguas heridas.

Las torturas eran constantes y no podría aguantar mucho más tiempo. Tenía frío y miedo. Sobre todo miedo. A pesar de no saber el tiempo que llevaba cautiva, seguía teniendo miedo a no volver con los suyos; nunca es fácil asumir que no tienes más vida por delante; miedo a las constantes heridas que salían en su cuerpo debido a las torturas o a sus compañeras las ratas; miedo a morir sin haber cambiado el mundo como deseaba.

Y es que desde siempre había necesitado creer que esto no era definitivo, que el mundo podía cambiar y ella había nacido para convertir en realidad esa creencia. Pero ahora no tenía nada, había dejado de ser la persona que solía ser.

Echaba de menos observar volar  los pájaros, escalar a los árboles, bañarse en el río y contar historias junto al fuego. Siempre había sido feliz y ahora las lágrimas no dejaban de brotar de sus ojos. Se había convertido en un fantasma para el mundo. Nadie podía verla, ni escucharla y no estaba segura de que hubiera alguien en el mundo que quisiera recordarla. Ni siquiera Dani, al que había causado tanto dolor. Se habría rendido, habría dejado de buscarla y habría rehecho su vida. Y no podía culparle por ello, tenía que seguir adelante e intentar ser feliz. Empezó a perder la consciencia, sentía el final cerca y daba gracias por poder acabar con todo ese dolor. Se le nubló la vista... y entonces alguien abrió la puerta bruscamente.

-¡Díone!-gritó.

Sus ojos la miraron y sus manos le dieron el calor que necesitaba. Y recobró la espereranza mientras su cuerpo se desvanecía.